martes, 26 de enero de 2010

La Religiòn, Galileo y el aborto


¿Siguen siendo los gobiernos y las sociedades de América Latina devotos prisioneros del silencioso poder de la Iglesia?

Cómo olvidar la recurrente admonición de mi madre: “La ociosidad es la madre de todos los vicios”. Aunque siempre la consideré cotidiana, apenas coloquial, la recuerdo ahora porque fue asombroso descubrir lo que guardaba.

La ociosidad estaba referida a la pereza, un pecado capital para el cristianismo. Con lo cual el vago de la esquina no solo era un gandul, sino además un pecador. La acedia y la tristitia eran las dos manifestaciones de la pereza. A la primera se le conocía como el “diablo meridiano”, porque se aparecía al mediodía y hacía que el tentado sienta que el día era demasiado largo e inútil. El sol abrasador le ocasionaba fatiga, disgusto, desesperación y descreimiento de todo. Cuando empezaba a sentir esto último era porque el demonio había triunfado. Ahora recuerdo que en la campiña de la costa se cree que el diablo se aparece en los remolinos del mediodía. La tristitia –y evoco a mi Pisco-Playa de la mano del Conde de Lemos–, en cambio, era el pecado de la aflicción mundana o la melancolía extrema pero sin causa.

Los perezosos, según la versión de Dante, padecían su castigo en el quinto círculo del infierno, por lo que estaban condenados a vivir debajo de las nauseabundas aguas del lago Estigia.

Hoy sabemos que la pereza –Montaigne la llamaba ‘aburrimiento’– no tiene que ver con el diablo del mediodía, pero sí con la disfunción de un neurotransmisor, la serotonina, o con alguna deficiencia en el área 25, entre otras causas. En cualquier caso, es difícil que al alba del siglo XXI un cristiano militante que padezca depresión –nombre actual de la pereza– opte por pedirle a Juan Luis Cipriani que lo exorcice; lo más seguro es que visite a Saúl Peña.

Esta identificación del remedio y su cura se la debemos, entre otros, a Galileo. Su genio permitió construir un método que ha cambiado la vida del hombre en los últimos cuatro siglos más que todo lo ocurrido en los últimos 6.000 años. Pensamientos, esperanzas, costumbres y, sobre todo,
creencias, han sido desnudados por la ciencia. En lo que no hemos evolucionado es en la sensatez para controlar los descubrimientos. Esto se debe a que el conocimiento y la sabiduría no transitan, necesariamente, por la misma ruta. Dado que el hombre moderno –ni qué decir del posmoderno– sabe más de lo que comprende, la ciencia no garantiza, ni por asomo, que conocer más nos haga mejores. Así, en la dialéctica de la historia se avizora una causa virtual de nuestra
futura autodestrucción.

Individual y colectivamente la ciencia nos traslada, progresivamente, de un sistema de creencias a un sistema de conocimientos. Al haber adquirido el primero en nuestras relaciones interpersonales básicas (familia, amigos, grupos sociales), tal información se resiste a ser eliminada, incluso se repliega en el subconsciente y, a veces, reaparece sin control. Ambos sistemas se baten en una pugna que no siempre es pacífica, por eso cada quien administra de manera distinta sus dudas y certezas. La lid es tan dinámica que diariamente actuamos
conforme a uno u otro sistema. Por eso no es extraño que en una misma semana vayamos al psicoanalista y nos hagamos leer las “cartas”.

Lo descrito se explica porque el conocimiento científico no es natural al hombre como sí lo son sus creencias. Russell decía que una opinión científica tiene por lo menos una razón para creerla verdadera; una creencia, en cambio, se sustenta en una razón distinta de su probable verdad.

Sin embargo, contra lo que se cree, la pugna entre creencia y ciencia no se origina en la lucha entre pensamiento y fanatismo y tampoco entre ciencia y religión, separados en su origen por miles de años. Estas son sus consecuencias. La verdadera disputa es entre emplear o no el método científico para asumir una posición. Si se parte de una premisa que no admite discusión, sea porque está en un libro sagrado que nadie más puede interpretar o porque ha sido revelada para jamás ser discutida, se llegará, inexorablemente, al dogma conocido de antemano. Su rasgo
inmutable y eterno es la fragua donde se cocinan los fanatismos religiosos, políticos o de otra calaña.

Si, por el contrario, partimos de premisas surgidas de experiencias comprobadas metódicamente, obtendremos una opinión científica. Adviértase que solo es una opinión, ni categórica ni absoluta. Einstein decía que dos más dos es cuatro hasta nuevo aviso. Sin embargo, el cotejo entre opiniones científicas y creencias permite eliminar las fantasías construidas por nuestros deseos insatisfechos o los de nuestros antepasados, y quedarnos solo con pocas certezas y muchas dudas, las que nos impulsarán a nuevas aventuras del espíritu.

Hace poco se ha “debatido” la despenalización del aborto en caso de violación sexual y cuando el feto padece de graves malformaciones, el llamado “aborto eugenésico”. Sobre la base de lo descrito expresaremos nuestra opinión, que, en lo posible, evitará incidir en la torpeza maniquea de creer que la disputa se da entre quienes defienden la vida y quienes la abominan.

¿Lo que pensamos sobre el aborto es una creencia o una opinión científica? Si lo sostiene un dogma, es una creencia y, por tanto, el tema está resuelto. A la tesis contraria se le debe dar el mismo trato que a las tesis de Galileo sobre la posición y el movimiento de la Tierra. Ya no se pedirá la hoguera para el impío, pero sí excomulgarlo bajo el cargo de ser discípulo de Herodes (Cipriani dixit).

El aborto antes de ser delito fue pecado. Su evolución se concretó durante el auge del Iluminismo racionalista, cuando se creía que la nuda razón nos llevaría al éxtasis. Pues bien, ¿lo que se sabía hacia fines del siglo XIX sobre el feto y su evolución es lo que sabemos ahora? ¿Podemos prescindir de información científica sobre un tema cuyas consecuencias trascienden, en exceso, nuestro ámbito moral al punto de convertirse en una decisión de política pública?

El Derecho, a pesar de todo, es una ciencia y el derecho penal una de sus disciplinas. Siendo así, resolvamos el problema en su integridad, atendiendo a que un fenómeno jurídico es hecho, norma, valor y contexto histórico. La exclusión de alguno de sus elementos despojaría a la solución de su contenido científico, solo sería una aporía.

¿Por qué es errado concederle a una mujer violada la decisión de procrear? ¿Por qué es mejor decidir por ella? Cuando se afirma que nadie puede decidir sobre la vida de otro, ¿se ha pensado en ella y lo que puede ser su futuro? ¿Se puede creer que el hecho de haber sobrevivido a la agresión es la señal divina de que debe soportar la cruz de plomo que un enfermo le impuso? ¿Será esa la voluntad del Dios del amor?

¿Un feto comprobadamente anancefálico debe culminar su ciclo vital en el vientre y vivir menos de un día? ¿Será para que la madre descubra la maternidad a través de la muerte inmediata de su hijo? ¿Esto ocurre para honor y gloria de quién?

Lo que se resuelva sobre el aborto, tanto en los tipos descritos como en general, requiere de previos análisis multidisciplinarios, incluso filosóficos. No se debe desmerecer la existencia de concepciones dogmáticas sobre el tema. Sin embargo, para que estas sean respetadas, es indispensable que quienes las asumen sepan que carecen del derecho de imponerlas, sobre todo en ámbitos que gracias al método científico dejaron de ser sagrados.

Y es como está el mundo hoy. Galileo casi pierde la vida por separar los caminos de Dios de los caminos de la ciencia. La Revolución Gloriosa estableció la separación entre la religión y los gobiernos. La Modernidad bien puede definirse como el orden social en el cual la religión abandonó zonas de influencia tradicionales y regresó a su cauce natural: la fe en la verdad revelada. Sin embargo, esta separación del poder político directo le ha permitido a la religión
(cristiana, musulmana, judía, etc.) globalizarse y, por esa vía, seguir influyendo, con la ventaja del ejercicio encubierto. Y aunque la historia recomienda a los políticos no enfrentarse con ella, es
necesario evitar que su influencia determine aspectos esenciales para el tejido social. La religión perdió, ese es un dato histórico irrefutable. Como dice Zizek, “el precio que debe pagar es quedar
reducida a un epifenómeno secundario en relación con el funcionamiento secular de la totalidad social”.

Habiendo temas esenciales para nuestra sociedad como el aborto, la píldora del día siguiente o la planificación familiar, ¿cuál es la razón para que, cuatro siglos después, la discusión sobre aspectos tantrascendentes siga siendo precientífica y maniquea?

Artículo de Juan Monroy Gálvez publicado en la revista Poder, el pasado 18 de enero.

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